Por: Juan Diego Sierra Rave – Enlace departamental de juventud.
Hablar de juventud en
Caldas exige reconocer una verdad incómoda: no hay una sola juventud, sino al
menos dos realidades profundamente distintas. Una se mueve entre universidades,
coworkings y redes digitales; la otra sobrevive en veredas alejadas, luchando
contra el olvido institucional, la falta de oportunidades y el abandono
estatal.
Mientras en las
ciudades se promueve el emprendimiento, la innovación y los programas de
formación internacional, en el campo miles de jóvenes apenas tienen acceso a
educación básica de calidad. Las carreteras en mal estado, la falta de
transporte digno y la limitada conectividad a internet no son simples detalles:
son barreras estructurales que deciden, muchas veces de manera trágica, el
futuro de nuestros jóvenes rurales.
La consecuencia es
evidente: una migración forzada y silenciosa hacia los centros urbanos, un
éxodo que vacía nuestros campos de talento, cultura y sueños. No es que los
jóvenes rurales no quieran quedarse: es que el Estado y la sociedad no les
ofrecen motivos suficientes para construir su proyecto de vida en su tierra.
Por otro lado, los
jóvenes urbanos también enfrentan sus propias batallas: el desempleo juvenil,
la precarización laboral, la violencia en los barrios populares, y la
desconexión política de una clase dirigente que los sigue viendo como “futuro”,
pero no como “presente”.
El gran error ha sido
pensar en los jóvenes como una categoría homogénea. No lo somos. Los retos, las
necesidades y los sueños cambian según el territorio que habitamos. Pretender
que una sola política pública resuelva todo es seguir alimentando una injusticia
histórica.
Hoy, los jóvenes de
Caldas exigimos ser escuchados, pero también ser diferenciados y reconocidos en
nuestras particularidades. No queremos asistencialismo, queremos dignidad. No
queremos discursos, queremos decisiones que entiendan nuestras realidades y nos
permitan construir sobre ellas.
No puede haber un
Caldas desarrollado si su juventud rural sigue siendo tratada como una nota al
pie de los planes de gobierno. No puede haber cohesión social si seguimos
profundizando la distancia entre el joven que camina por las calles de
Manizales y el que madruga en las montañas de Samaná o Riosucio.
La transformación
empieza por reconocer que los jóvenes no somos solo beneficiarios de las
políticas públicas: somos actores políticos, sociales y económicos del
presente. Somos la voz que ya no acepta silencios impuestos ni brechas
perpetuadas.
El reto para Caldas es
claro: o construimos un proyecto colectivo que incluya a todas nuestras
juventudes —desde la plaza principal hasta el último corregimiento— o
seguiremos perdiendo generaciones enteras de líderes, soñadores y constructores
de futuro.
El tiempo de las
promesas terminó. Hoy exigimos acción