Sabandija era un hombre de esos que llamamos “atravezaos”, pues al hecho de ser bastante vago, perezoso y pendenciero, habrá que sumarle que era gran amigo de la buena vida, o como se dice en tiempos actuales, le gustaba vivir sabroso.
Por: José Octavio Cardona León -Representante a la Cámara.
En sus años mozos, sabandija era un pequeño
forajido que adoraba el café, especialmente el que estaba empacado en costales
de fique y cuyo peso rayaba las cinco arrobas, con lo cual, cada vez que se
llevaba 2 bulticos, se estaba apoderando de una carga de café, la que si bien
no había ayudado a cosechar y mucho menos a beneficiar, si ayudaba a gastar.
Le encantaba la cerveza y le encantaba el billar.
Era buen jugador de tres bandas y de cuando en vez, apostaba en los campeonatos
que se jugaban en mesas bastante regulares, pero que en medio de las
condiciones del lugar, eran verdaderos tesoros en los que se podían divertir,
emborrachar y además de eso, podían apostar.
Vestía bien, con zapatos de tacón alto, pantalones
de bota campana y chaquetas de cuerina, Orient tres tornillos y cadena de
metal. Un montañero bastante pulido.
Nunca trabajaba, por lo general se levantaba tarde,
era común que estuviera enguayabado y casi siempre llevaba una cajetilla de Parliament
o de Royal, pues no aguantaba el President, el Nevado, el Hidalgo y mucho menos
el Pielroja.
Subía al pueblo todas las semanas y a fe que era
bastante afortunado, cada rato se aparecía con cadenitas de oro que según él se
encontraba tiradas en las calles, lo que no le creía ni siquiera su santa
madrecita que tanto lo amaba.
Con el pasar del tiempo se enganchó con dos pillos
más atrevidos que él, Alberto Díaz, más conocido como cucarrón y Silverio
Morales, el famoso ñato. Una vez conformada la bandola, el terror se apoderó
del caserío.
Cargaban trapo pa’ robarse un mojado. No dejaban
títere con cabeza, se llevaban el café, el cacao, los motores de las peladoras,
las ollas pitadoras, los trastos de la cocina, la ropa mojada, las bicicletas
de los niños, los tabacos del abuelo, la colcha del perro, mejor dicho, se
alzaban lo que hubiera.
Pero como a todo marrano le llega su noche buena, y
a cada rila le llega su cucarrón, la gente se cansó, y créanme que sin que se
hubieran implementado las convivir, la comunidad se organizó y se armaron, de
valor y de machetes.
Y la noche final llegó cuando se metieron a la
finca de don Lisandro a llevarse el cafecito mojado que todavía estaba en la
casa elda, con tan mala suerte para los amigos de lo ajeno, que machete era lo
que les esperaba, y por eso, cuando ellos cruzaron la puerta que recién habían
reventado, los encendieron a machete y peinilla.
Al que mejor le fue, le mocharon una mano, a los
otros dos les bajaron la cabeza.
Nada que alegar, nada que decir, nada que reclamar,
ni la Policía quiso preguntar, pues era claro que la justicia por mano propia
había hecho su tarea.
El parche del cucarrón había sido desbaratado, y
sabandija había caído, como en el oeste, abatido por un machete afilado a lado
y lado para que no quedara duda de las ganas que le tenían, de las ganas que le
cargaban.