Por: Sergio López Arias – Personero Municipal.
Es preocupante la situación que se vive en muchos establecimientos educativos. La presencia del consumo de alucinógenos está afectando la garantía del derecho fundamental a la educación. Las instituciones educativas se están convirtiendo en centros operativos para el microtráfico. Al interior de ellas, aparecen nuevos instrumentos del ilícito; los jóvenes y las niñas son utilizados para transportar y ofrecer la maldita “prueba” a sus amigos. La inocencia de muchos, sumada a la presión social y a las ansias de experimentar, ya no se dirige hacia el conocimiento, la ciencia y la cultura, sino hacia el “vuelo” que se puede alcanzar con las sustancias psicoactivas que están llegando a sus manos.
Muchos, a pesar de no haber
alcanzado la mayoría de edad, hablan de la dosis mínima, un concepto ilógico
para quienes aún no tienen la madurez necesaria para decidir sobre su propio
cuerpo. Estamos hablando de niños y jóvenes en formación, no de adultos. Los
educadores y las directivas de las instituciones han venido alertando sobre
esta situación, mientras que Bienestar Familiar desborda su capacidad. Poco a
poco, los niños y jóvenes se pierden en el consumo de alucinógenos. Las drogas
sintéticas están reemplazando a la mal llamada “marihuana”. Los estudiantes
comentan cómo, en las casas de sus compañeros, se preparan estas sustancias;
los colores vivos, sus presentaciones y el factor confianza están llevando a
nuestros jóvenes a probar drogas que pueden, en un solo consumo, dañar
irreversiblemente su cerebro.
Este es un llamado a las
familias: padres y hermanos, ustedes son quienes deben reflexionar desde casa.
Es fundamental identificar los cambios de conducta, las malas amistades y los
riesgos a los que pueden estar expuestos sus hijos. La responsabilidad no recae
únicamente en las instituciones educativas ni en las autoridades; es en el
hogar donde debemos acompañar a nuestros hijos. Ni el colegio ni la escuela
pueden reemplazar la labor de los padres.
Además, este es un llamado a
ajustar los Planes de Desarrollo a nivel municipal y departamental, donde se
ignora la realidad de salud mental que enfrentan nuestros jóvenes, derivada del
consumo de alucinógenos. Todos los esfuerzos administrativos deben dirigirse a
erradicar este flagelo. Son nuestros niños; no podemos seguir ocultando las
realidades que se viven en los salones de clase.
Para quienes hoy defienden
la despenalización de la dosis mínima, es válido respetar su posición. Sin
embargo, la defensa de esta medida debe partir de la mayoría de edad, momento
en el que una persona puede invocar su autonomía y su libre desarrollo de la
personalidad. La sentencia C-221 de 1994 establece que la única vía ante el
consumo de estupefacientes es la educación. En palabras de la Corte: “No puede,
pues, un Estado respetuoso de la dignidad humana, de la autonomía personal y
del libre desarrollo de la personalidad, escamotear su obligación irrenunciable
de educar, y sustituirla por la represión como forma de controlar el consumo de
sustancias que se consideran nocivas para la persona individualmente
considerada y, eventualmente, para la comunidad que necesariamente se halla
integrada”.
El problema, 20 años después
de esta sentencia, es que esas sustancias hoy están destruyendo la única
herramienta que la propia Corte reconoce como acción positiva contra el flagelo
del consumo de alucinógenos: la educación.